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Spain is different

Por: Mariano Zugasti

Una de las características de la sociedad actual que más me ha llamado siempre la atención es la feroz negativa del ciudadano medio a plantearse con seriedad no ya las denominadas teorías de la conspiración sino cualquier versión de un hecho que difiera de la oficial defendida por medios y autoridades.

Este hecho está muy probablemente relacionado con la necesidad humana de sentirse en control de las situaciones y en posesión de la verdad. De hecho, este factor también interviene al revés para crear y sustentar teorías no oficiales, y responde al mismo impulso de necesitar darle a nuestro cerebro las explicaciones que nos pide cuando algo no le cuadra.

Esta indisposición manifiesta para dudar de las explicaciones que el sistema político y mediático nos ofrece en forma de información, es en general compartida, con los matices propios de cada evento concreto, por ambos lados del espectro político, exceptuando quizás los extremos, más proclives a la actitud contraria.

Se crea así un espacio común que aglutina a gran parte de derecha e izquierda, bajo la asunción de que podrán estar en desacuerdo en las lecturas y conclusiones de los acontecimientos, pero nunca en la naturaleza de los acontecimientos en sí, que será marcada por el preceptivo Organismo que en ese momento maneje el relato social (en la práctica, el fondo de inversión que controle el mayor porcentaje del conglomerado mediático más influyente).

Pero lo más curioso es que este fenómeno solo entra en escena cuando los acontecimientos que deben ser explicados tocan de cerca a aquellos que deben aceptar o rechazar las explicaciones. Es decir, el criterio para aceptar la versión oficial de un hecho o buscar alternativas queda reducido a meros parámetros geográficos y temporales, en lugar de basarse en el raciocinio y el pensamiento crítico.

En otras palabras, casi todos estamos dispuestos a aceptar que el mundo lleva toda su historia manejado por una sucesión de minorías influyentes que dedica mucho dinero y esfuerzo en modelar y corregir la opinión pública con más atención a sus intereses que a la verdad. Pero muy pocos estamos dispuestos a aceptar que esto se traduce en que en contadísimas ocasiones la opinión pública llega a conocer la versión completa y veraz de los hechos que se le presentan, sobre todo cuando esto supone enfrentarse a la consecuencia de que nuestras cuidadas opiniones y visión del mundo están sustentadas en elaboradas mentiras o verdades edulcoradas.

La importancia de los criterios geográficos a la hora de aceptar versiones oficiales es realmente llamativa. Cualquier ciudadano europeo con un mínimo interés y bagaje en historia y política universal es plenamente consciente del papel de los Estados Unidos en innumerables revoluciones y cambios de régimen en países extranjeros. Lejos de ser una teoría de la conspiración, es un hecho constatado por cualquiera que le dedique algo de atención. Resulta sumamente fácil aceptar, sobre todo con datos históricos objetivos, que una superpotencia mundial utiliza sus servicios diplomáticos y de inteligencia para aupar y deponer líderes nacionales según sean de afines a sus intereses. Pero nos resulta fácil porque la superpotencia está lejos. Para el ciudadano estadounidense medio, sugerir que su gobierno ha podido tener alguna implicación en campañas y procesos electorales extranjeros, no digamos ya en operaciones paramilitares, supone una grave acusación que atenta directamente contra los valores patrióticos. La teoría no cumple los parámetros de lejanía geográfica para ser tomada en serio.

Son importantes también los parámetros temporales. Es probable que, ante datos y pruebas, el mencionado estadounidense medio llegue a plantearse la verosimilitud de que su gobierno trabajara para desestabilizar a un régimen latinoamericano en los años 70. Es especialmente probable en el caso de que nuestro americano aún no hubiera nacido en los años 70.

Toda nuestra perspectiva histórica está basada en la premisa de que la sociedad era un lugar complejo y hostil hasta que nosotros llegamos a ella. Una vez adquirimos las herramientas necesarias para absorber y procesar información y las usamos para formarnos una percepción del mundo, nos negamos a aceptar que este siga siendo un lugar complejo y hostil, más allá de lo que marque nuestra trabajosamente elaborada percepción.

Todos hemos estudiado en el colegio el turnismo que Cánovas y Castillo pactaron hace escasamente doscientos años para amañar elecciones y repartirse el poder, sin que a ninguno nos haya extrañado demasiado la existencia en nuestro propio país de un intrincado sistema que se ocultaba al público y condicionaba su vida, porque ya sabemos
que en la Antigüedad las cosas funcionaban de aquella manera. Sin embargo, sería absolutamente impensable extrapolarlo a la situación actual y sugerir que el turnismo ha podido evolucionar para seguir vistiendo de democracia las decisiones interesadas de nuestra clase política. La teoría no cumple los parámetros temporales para ser tomada en serio.

España resulta un lugar especialmente privilegiado para observar esta disparidad de criterio entre lo que es hecho probado y lo que es un delirio conspiranoico. De la mano de nuestro servil y deficiente sistema mediático, asistimos divertidos a los desmanes y escándalos que tienen lugar en los países que nos rodean sin exigir saber si en el nuestro
también ocurren porque no llegamos ni a plantearnos la posibilidad. El gremio periodístico patrio, que para poder abandonar su responsabilidad fiscalizadora y su papel de “cuarto poder” tendría que haberlas ejercido en algún momento, no tiene ningún inconveniente en informarnos detalladamente de las tropelías y atropellos que periódicamente se suceden en países desarrollados de nuestro entorno.

Los mismos medios que, regados de publicidad institucional, consideraban una intolerable mala praxis investigar y poner en la palestra la conducta personal de nuestros políticos durante el confinamiento, abrían portadas y telediarios con las fiestas y los bailes de Boris Johnson. Hubo incluso algunos de ellos que, sabedores de nuestra incapacidad nacional para extrapolar y razonar de manera crítica, se atrevieron a dar la reveladora noticia de que el férreo y supuestamente ecologista rechazo de múltiples ministros europeos, fundamentalmente en la zona del Benelux, a la energía nuclear, estaba realmente fundamentado en las cuantiosas sumas que Gazprom, la empresa rusa de gas natural, les transfería para tal fin. Que a nadie se le ocurra, eso sí, plantearse que en España las políticas industriales y energéticas hayan sido nunca dictadas en función de algo que no sea el interés nacional y el bien común.

Mucho más eco tuvo en todos nuestros diarios y televisiones cada una de las actualizaciones diarias del movimiento #metoo. Durante unos cuantos meses fue prácticamente imposible no recibir información constante sobre la depravación y el sistema de coacciones sexuales que había llegado a imperar en las altas esferas de Hollywood. Resulta complicado de creer que ningún aspecto de dicho sistema haya llegado a nuestra propia industria del entretenimiento, tan a rebufo de la americana para todo lo demás, pero más complicado resulta creer que algún periodista español pudiera haber hecho su trabajo en lugar de reproducir el de los extranjeros.

Siendo justos, tampoco podemos descartar la posibilidad de que todos nuestros líderes se comportaran durante el confinamiento de manera absolutamente ejemplar, los esfuerzos del lobby gasístico ruso no lograran hacer mella en nuestro impenetrable sistema político, la industria del cine español funcione de manera impecable mediante la justicia y la meritocracia, y nuestros medios de comunicación no sean capaces por más que lo intenten de encontrar un solo escándalo que destapar, y deban por tanto conformarse con informar de los extranjeros.

Sin duda, el tiempo nos permitirá decidirlo con más y mejor perspectiva.

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