Vengo dándome cuenta, de un tiempo a esta parte, de un problema grave de nuestro tiempo. No ha sido una epifanía, sino un descubrimiento paulatino, lento, contrastado con pequeños ejemplos diarios.
La gente ha perdido la capacidad de ver venir el peligro. De prevenir. De calcular riesgos.
No soy un hombre inteligente. También me falta la experiencia necesaria para la sabiduría. Por tanto, me muevo por la vida de puro instinto, como el perro de caza que endereza lomo y cola cuando ve un pájaro sin saber por qué. Simplemente lo hace. Porque es lo que toca. Lo que le manda la sangre.
No recuerdo la última vez que me senté de espalda a una puerta. Camino con el teléfono en el bolsillo, los cascos en su funda y los ojos en continuo movimiento. Pienso en cómo salir de los sitios prácticamente antes de entrar. Compruebo las cancelas antes de ir a dormir, tengo un hacha de mano en la mesita de noche y un garrote en la guantera del coche. Me despierto si mis perros se mueven, no concilio el sueño hasta sentirlos tranquilos.
No soy un paranoico. No vivo con miedo. Sólo hago las cosas como sé hacerlas, como me pide el cuerpo. Como manda la sangre.
Compruebo fascinado cómo la gente va por la calle con la mirada fija en el teléfono móvil. Cómo se meten en antros plagados de delincuentes sin dudar. Cómo entran en barrios chungos porque el garito de moda está allí. Cómo manosean el ordenador de a bordo de sus carísimos coches eléctricos mientras conducen.
Y me doy cuenta de que no son conscientes del peligro.
Es una cuestión de responsabilidad, me temo. De madurez. De alargar la adolescencia hasta los sesenta años. Ignorar el proceso natural de la vida de hacerse cargo de las consecuencias de los propios actos según vas adquiriendo uso de razón.
Porque ahí reside la raíz de la cuestión: sólo un insensato ignora el peligro.
El peligro es una cosa curiosa, además. Porque no siempre es algo obvio. La mayoría sabe reconocer el peligro en un hombre de pupilas enormes empuñando un machete. En un perro de lomo erizado y hocico espumoso desgañitándose a ladridos. En el fuego. En el mar. La oscuridad.
Lo que la inmensa mayoría desconoce (quizá sería más adecuado decir que ha olvidado) es dónde reside el verdadero peligro.
El verdadero peligro reside en el hombre gentil.
Nada más peligroso que el hombre educado, respetuoso, honrado y amable, de manos curtidas y hombros anchos. Aquel con esposa a la que amar, hijos a los que proteger y Dios al que temer.
Esta sociedad infantilizada, irresponsable, atomizada y sin raíces parece haber olvidado que esos hombres fueron los que la construyeron. Y que esos hombres tuvieron hijos con sus mismos valores, respetos, honra y pasiones. Hijos que aman suficiente la paz como para transigir ofensas, aceptar empujones y soportar insultos con una sonrisa incómoda.
Pero hombres capaces de encabezar la más justa de las guerras cuando se los oprime. Cuando los tiranos tensan la cuerda, entre carcajadas y chanzas confiadas, hasta romperla. Cuando sus secuaces abofetean una última vez la mejilla enrojecida de tanto exponerla al golpe.
Cuando los estúpidos confunden al hombre pacífico con el indefenso.
Decía Patrick Rothfuss que todo hombre sabio teme tres cosas: la tormenta en el mar, la noche sin luna y la ira de un hombre amable.
¿Cuán irresponsable debe ser alguien para seguir buscando exaltar la ira de los gentiles?
Quien pueda entender esto, que lo entienda.
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