El mundo de hoy tiene tintes de novela distópica. La muestra es España, aunque no estamos tan mal; nuestra tendencia a exagerar los defectos propios nos hace olvidar que el resto camina por la misma senda.
Hace años que los medios de comunicación y los políticos han convertido cualquier charla distendida de sofá en asuntos de Estado de los que depende el futuro del país. Esta semana fueron ejemplo de esto algunas anécdotas del día a día, tan manoseadas que no merece la pena derrochar más líneas sobre ellas. El resumen es que hoy día, todo lo inútil y relativo a la esfera de lo privado se convierte en público, auditable y de vital importancia.
En España, tan novelescos y dados a la gresca, nos movemos como pez en el agua – barro, más bien – en estas situaciones y nos arrojamos a estos “debates” como si de un fuego purificador se tratase. Una catarsis colectiva de 45 millones de personas desde la barra de un solo bar. Quizás he mentido al comienzo de estas líneas y estemos un poco peor que el resto porque, a diferencia de nuestros vecinos del norte, nos pesa ese morbo tan latino por la polémica, el sarao y el jolgorio.
Como hemos dicho tantas otras veces, lo importante en esta vida no son únicamente los hechos, sino las motivaciones que se esconden tras ellos y, en esta ocasión, vemos al nuevo régimen de pensamiento único sacando a relucir toda la artillería pesada.
Cuando lo privado se vuelve público, es susceptible de ser juzgado y constituir una ofensa. Si ésta se produce, hay vía libre para la crítica, y ésta siembra el sentimiento de rechazo en la sociedad. Para colmo, el ser humano (y más el mediterráneo) tiene esa maldita tendencia natural hacia las emociones y las pasiones – este barro del que hablamos – antes que hacia la reflexión y la crítica. Conclusión: todo lo privado, que no existía a los ojos de la sociedad, salta a la palestra y se convierte en un problema que debe ser analizado y resuelto. Y dado que lo privado suele ser subjetivo, sentimental y relativo, nos encontramos con infinitos problemas sin solución, que se anteponen a los pocos verdaderamente importantes que sí la tienen.
El pensamiento imperante actual es la dispersión o ausencia de éste y la irrelevancia de los hechos. Primero, porque al no existir una reflexión y crítica que nos conduzca a conclusiones lógicas, es válida tanto una cosa como su contraria; segundo, porque estos hechos no tienen cabida el tiempo suficiente para convertirse en noticia, ya que son atropellados por el siguiente problema ficticio de la lista (cualquier hecho aislado del día a día de la esfera privada: imagínense todas las combinaciones posibles).
Me pregunto cuál fue el germen de esta corriente y por qué persiste como un monstruo devorador de cualquier otra. Hace décadas, fue quizás el mero hecho de llenar las horas muertas ante la falta de problemas reales. Algo muy humano y aparentemente inofensivo. Ahora, es la falta de soluciones a los mismos lo que nos conduce al cataclismo.
Si bien los líderes actuales no pueden – o no quieren – encontrar soluciones a los problemas reales, exhiben infinitas para los ficticios. Suelen ser sermones interminables y vacíos desde el púlpito de la nueva iglesia de este siglo. En esta ocasión, se ha propuesto suspender una capea, realizar un llamamiento a la ejemplaridad de la sociedad española, recordar la gravísima situación de machismo que atraviesa el país y recomendar cursos de educación sexual; una interminable lista en lo que parecía una pelea por ver quién conseguía la tan ansiada corona de faro moral del Nuevo Occidente.
Pero mucho me temo, y más si uno revisa la historia de la humanidad, que quienes proponen este juego, con el ánimo de perder tiempo como si de una prórroga de final de Mundial se tratase, o quienes participan de él, han perdido. Los primeros pueden ser brillantes estrategas manipulando marionetas a su antojo o completos inútiles agarrándose a ese cómodo sillón para disfrutar los últimos momentos de bonanza ante lo que viene; los segundos, absolutamente imbéciles por dejarse manipular o haber perdido toda esperanza en el mundo del mañana. No importa. Saben los primeros, mientras dan pábulo a historietas de tebeo, que deben estirar el chicle para evitar que el pueblo se les eche a las barbas. Saben, quienes se erigen como faro de moralidad desde el congreso o el plató de televisión, que poco más les queda por hacer salvo envolver a la sociedad en ese velo que tan bien manejan, con la esperanza de posponer el momento en el que éste caiga. Saben, quienes se entregan a participar en este juego, que éste no resolverá sus verdaderos problemas. Todas estas discusiones sobre el humo son la frustración por no albergar ya ninguna esperanza. Es el desahogo del mediocre, del que se conforma con gritar más que el compañero de la barra.
Es fácil pensar que nuestros líderes se encuentran en el primer grupo y los ciudadanos en el segundo, de ahí el statu quo. Pero también quiero pensar que, entre nosotros, se esconde un tercero: ciudadanos lúcidos, bien pertrechados de educación, cultura y valores – los únicos remedios para evitar esto –, pacientes, cansados. Ciudadanos que, en silencio, se niegan a ser partícipes de toda esta farsa. Ciudadanos a los que estos problemas no les merecen ni un mísero comentario, porque saben que entrar en ese juego supondría reconocer la derrota antes de comenzar la verdadera partida.
Por ello, si yo fuera cualquiera de estos líderes de pacotilla, erigidos en paladines de la moralidad, estaría preocupado. Estos políticos y medios de comunicación, en un nuevo acto del sainete, vuelven a apretar la soga sobre el cuello del español. Mientras tanto, y a pesar de haber tantos compatriotas rendidos a la causa del humo y la nada, otros tantos se niegan a ser partícipes de este juego.
Entre las cuatro paredes que habitan cada uno de ellos, se acelera el corazón y termina la paciencia a ritmo de cada desprecio de sus señorías. La masa silenciosa se convierte, a golpe de discurso moralista sobre la nada, en pólvora. Por eso sería mejor, señorías, que se apartaran. Su tiempo ha terminado. Y cuanto más detenten el poder, menos miramientos tendrán con ustedes todos esos corazones que laten ya a toda velocidad. Quizás crean que nada de esto les puede ocurrir a ustedes, que han educado sabiamente en valores huecos pero cívicos al populacho que en el fondo tan poco respeto les merece, pero tengan en cuenta esto último: siempre, absolutamente siempre, entre millones de personas, hay alguien dispuesto a tirar por tierra toda ética y moral personal por el bien común. Y cuando alguien piensa así, no hay mal lo suficientemente grande para impedir que una utopía se convierta en realidad.
Bendito momento en el que lo anecdótico sea un problema. Querrá decir que España se ha salvado. Mientras tanto, seguimos siendo una barra de bar en lugar de una nación. Pero no olviden que ésta, además de conversaciones intrascendentes, alberga esperanza.
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