Mis perros han ladrado a medianoche. No suelen hacerlo. Vivimos en una casa a las afueras, hay animales salvajes por la zona, pero no suelen ladrar a medianoche. No suelen ladran, en general. Si lo hacen… Quizá haya gente.
Estaba despierto, leyendo. Al oírlos, me he quedado un par de segundos quieto. Esperando escuchar el chillido de un jabalí, tal vez un gato maullando. Sin embargo, sólo silencio. Silencio. Puede ser una cosa bastante aterradora. Me he levantado y ahí estaba. Mi viejo cuchillo de los años en el Ejército. Un buen hierro, grande, firme, frío. Robusto.
Hay algo en el corazón del hombre. Un vestigio. La memoria genética de miles de años de evolución. La sangre ardiente de antepasados cuyo único remanso de paz, los muros de su castillo, dependían de un hierro confiable y la mano empuñándolo.
Lo he empuñado. Sin desenfundarlo. El acero llama a la sangre, una llamada que es mejor no hacer en vano. Con el confiable peso en la zurda y la diestra entorno a su empuñadura he revisado la casa. Moviéndome lento, revisando el exterior desde las ventanas, comprobando la cerradura de las cancelas. Silencioso. Metódico. Con la cabeza preparando media docena de posibilidades. Los oídos atentos a pasos, susurros, al zumbido de una radial arañando el hierro colado.
Un par de minutos tensos con la única compañía del silencio, la oscuridad y el confortable peso del hierro fiel en la mano.
En otro tiempo, habría sentido el latir desbocado del corazón ante la perspectiva de un intruso. El acero habría estado en la mano incluso antes de levantarme. Desenfundado. Dispuesto. Hoy, la perspectiva de cruzar cuchilladas con un desconocido se me antojaba peligrosa. Algo a evitar, incluso si hablábamos de un intruso. Me he sentido más cansado que dispuesto.
Supongo que se le llama madurar. El arrojo de la juventud viene ligado de forma inevitable a su insensatez. El joven puede ser temerario por la falta de experiencia que lo hace incapaz de reconocer el peligro. Los jóvenes se sienten invencibles porque la muerte les queda lejos, siquiera una sombra en el horizonte lejano.
Una audacia sostenida por la irresponsabilidad.
Todo cambia cuando, ante el peligro, tu primer pensamiento es para otros en lugar de para ti mismo. Cuando te mueves en silencio por una casa oscura pensando en qué será de tus hijas si te matan. O si te llevas a alguien por delante. Cuando antes de un plan de acción desarrollas el de reacción; cuando atacar no es tan importante como proteger.
Y, sin embargo, ahí estás. Con la cabeza en la habitación de tus hijas mientras los dedos se crispan sobre una empuñadura y los pasos te mueven con sigilo por toda la casa.Al final, las entradas estaban cerradas con llave y el jardín vacío. Mis perros han vuelto a dormir. Quizá nadie de la casa se ha dado cuenta de nada. Sólo yo. He vuelto al despacho. He devuelto el cuchillo a su sitio. He recuperado la butaca.
Y me he sentido viejo. Mucho.
Supongo que se le llama madurar.
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