Soy un hombre simple. Y cuando un hombre simple razona conceptos complejos, debe llevarlos a su terreno. Al de los sentidos, la intuición, las sensaciones. Explicar abstracciones es más fácil cuando las acercas a lo concreto. A la realidad. A la cárcel de subjetividad impuesta a los hombres incapaces de alejarse de lo terrenal.
No puedo hablar con autoridad sobre iluminación. Sobre divinidad. Sobre espíritu. Sobre el alma humana. ¿Qué he de saber de esos temas, ni siquiera en lo académico? Nada, no sé nada.
De lo que sí sé es de frío. Del temblor de las manos de un hombre cuando se está congelando. De calor. De la mirada vacía de alguien deshidratado. De golpes. Del tambaleo torpe después de recibir un puñetazo inesperado. De cuanto está al alcance de una mano que es más cuero que piel, de unos ojos cansados perdidos en una noche oscura. De la luz roja de un cigarrillo en mitad de una ventisca. De lealtad de dentelladas, no de palabras. De dureza. Resistencia. Tenacidad.
De hierro. Os puedo hablar de hierro.
Digo, y lo hago porque necesito aferrarme a lo físico para entender lo espiritual, que el alma del hombre es de hierro. El alma del hombre es de hierro, sí. Lo es al nacer, por lo menos. Un hierro informe, tosco, bruto. Uno cuya función y destino dependerá de la mano que lo trabaje. De cómo lo cuide. O cómo lo maltrate. Y esa mano no siempre es la nuestra, porque no siempre somos nosotros quienes damos forma a nuestra alma.
Es una cosa curiosa, el hierro. Con la voluntad adecuada puede doblegar una montaña, pero una simple piedra puede partirlo. Enfría el hierro en exceso y se volverá quebradizo como el cristal. Caliéntalo demasiado, se desintegrará en una fina arenisca inservible, pero peligrosa. Si no lo trabajas, si no haces nada con él, se oxidará hasta pudrirse. Trata de doblegarlo a la fuerza preferirá partirse que cambiar de forma.
El alma es de hierro, sin duda.
¿Qué sucede cuando el alma de un hombre se vuelve fría, insensible? Que el hombre se acaba quebrando, haciéndose pedazos e hiriendo a cuantos lo rodean. ¿Y cuándo, llevado por las pasiones sin mesura, el hombre se calienta? Rabia, ira, lujuria, todas acaban con el hombre sucumbiendo al fuego y volviéndose peligroso, pero inservible. ¿Del hombre apático, arrinconado, abandonado a la pasividad? Envilece, extrañando un mundo que antaño comprendió y ahora no es el suyo, creando una corteza sucia y mezquina que mancha a cuantos intenten acercarse.
Pareciera con estas líneas que el hierro es el material más vil sobre la tierra. Y nada más lejos de la realidad.
El hierro es capaz de las más grandes proezas. Con la voluntad adecuada. Pon el hierro al fuego. Atempéralo. Sácalo y, aún ardiente y luminoso, colócalo sobre otro hierro más resistente y golpéalo con un martillo. No sólo cambiará su forma, sino que también se endurecerá. Castígalo con mano firme, pero justa. Entiende cómo golpear, dónde, cuándo. Yunque y martillo enseñan, dotan al hierro de nuevas características. Resistencia. Flexibilidad. Le dan forma. Caliéntalo de nuevo, enfríalo en aceite. Hazlo duro donde golpea, flexible donde soporta golpes.
La fragua son experiencias. Cuanto más frío vivamos, más agradeceremos una ducha caliente. Cuanto más calor, mejor nos sabrá el agua. El sufrimiento nos prepara para la incomodidad, el terror nos hace inmunes al miedo. La fragua prepara al hierro, pero son el yunque y el martillo quienes lo moldean. El yunque son nuestros padres. Hierros más duros, más gruesos, inamovibles e indestructibles. El martillo, sus lecciones.
Juntos, padres, lecciones y experiencias, moldean el hierro. Lo convierten en lo que necesita ser.
La labor del padre no dista, pues, demasiado de la del herrero.
El alma del hombre es hierro y la labor del padre es la del herrero.
Un pensamiento simple para un concepto complejo.
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